martes, 18 de abril de 2017

Viajando como los Alcántara


Los que habéis nacido antes de la década de los ochenta recordaréis aquellos viajes familiares con la baca del  SEAT 124 cargada hasta los topes y la abuela casi en el maletero. Durante los veranos de mi infancia disfrutaba viendo cómo llegaban los coches a mi pueblo llenos de madrileños dispuestos a instalarse en la playa todo el mes de agosto. Yo, como mi madre trabajaba de sol a sol, me conformaba con imaginar cómo serían esos trescientos kilómetros que separan Benidorm de Madrid. Qué harían durante el viaje. ¿Cantarían? ¿Contarían historias? ¿Discutirían? A medida que fui creciendo, también mejoraron los vehículos. De modo que nunca he vivido un viaje en plan familia Alcántara. Hasta ayer…

Después de una semana visitando a la familia tocaba regresar a la rutina. Como servidora es pobre y además viaja con niño, pues no me quedó otra que hacer el trayecto en autobús. Una que es previsora, ya se compra los billetes en la clase Supra de Alsa y bien delante porque da la casualidad de que el pobre Sheldon se marea en cuanto separa los pies del suelo. Treinta minutos antes de la partida del bus aparecimos en la estación y nos ubicamos en el andén indicado. No habían pasado ni cinco minutos cuando una señora con un chaleco reflectante empieza a dar voces. Sí, de esas que dan los pastores al ganado cuando están en el campo. Alucinada con la algarabía me acerqué a ver lo que pasaba. Menos mal. Porque la buena mujer estaba anunciando a grito pelao que los pasajeros con destino a Barcelona podíamos subir ya al autobús.  En aquel mismo momento dirigí la mirada hacia la tartana en la que se suponía que debía viajar y sonreí. Aquel vehículo no era el mío. Yo había pagado por un bus de los buenos, como dice mi hijo y no por un viaje al pasado. Sin embargo, algo en mi interior me impulsó a preguntarle a la moza no fuera a ser que me quedara en tierra. Cuando me respondió de forma afirmativa decir que se me cayeron los palos del sombrajo es quedarme muy corta. Lo que se me cayeron al suelo fueron directamente las tetas y eso que las tengo muy bien puestas. Con toda la calma de la que fui capaz le dije a la buena mujer que yo tenía que ir en un supra a lo que ella me contestó que la empresa había subcontratado servicios por exceso de viajeros y que eso era lo que había.

Pues nada… Cogí a mi criatura, coloqué las maletas, me despedí de mi madre y al bus que nos subimos. En cuanto puse un pie en él fue como retroceder 35 años en el tiempo. Ese olor a plástico y a moqueta, esos asientos con reposabrazos de skay , esa rejilla para el aire acondicionado que solo funciona cuando el vehículo está en marcha y que suelta el frío a chorros. Respiré hondo mientras nos acomodábamos pensando ya en la reclamación que les iba a poner cuando mi hijo empezó a enumerar las carencias completamente horrorizado. “Mamá no hay baño. Mamá no hay enchufes. Mamá no hay tele. Mamá no hay Tablet. Mamá dime que no vamos a pasar seis horas aquí…”. Solo tuve que mirarlo una vez para que asintiera, cerrara la boca y, a continuación, empezar a marearse como un pollo. Tanto que solo tuvo fuerzas para preguntar: “Dónde se vomita aquí”. Y no será porque no había tomado biodramina, que llevaba dos, sino porque creo que los laboratorios farmacéuticos no fabrican pastillas para transporte de la Edad Media.

Allá cuando quiso Dios el autobús arrancó y salimos rumbo a Valencia. Cuando llegamos a la capital del Turia, la mitad de los pasajeros teníamos la espalda baldada. Los asientos eran tan duros que creo que hubiéramos podido partir cocos sin problemas encima de ellos. Todos respiramos aliviados cuando hicimos la habitual parada de media hora. Por lo menos íbamos a poder despegar el culo del asiento durante un rato. Luego otra vez al bus y ya directos a Barcelona. No hacía ni veinte minutos que habíamos dejado atrás la ciudad cuando, para nuestra enorme sorpresa, el señor conductor nos mete en el área de servicio de Sagunto. Todos nos miramos con cara de “a lo mejor hay alguien que se encuentra mal”.  En cuanto se detuvo el vehículo, el buen hombre agarró el micro y nos dijo: “Vamos a hacer una parada de 45 minutos porque cinco personas se han despistado en Valencia y hay que esperarlas. Si quieren ustedes bajar… “.

Ni bajar, ni leches. En cuanto todos comprendimos el mensaje empezamos a alborotarnos en plan gallinas histéricas. Una que ya es muy vieja estaba callada observando el guirigay. A mi alrededor sonaban las típicas frases de “que se jodan”, “vámonos porque no tenemos la culpa de que la gente sea tonta”, “esto es muy fuerte porque un avión o un tren no esperan a nadie”, etc. Cuanto más se soliviantaba el personal, más tozudo se ponían los dos conductores diciendo que había que esperar y que si no nos gustaba que pusiéramos una reclamación porque ellos tampoco podían hacer nada. Y ahí fue cuando salió mi zorrasca interior. Porque yo no tengo diosa de esa… tengo zorrasca. Me levanté del asiento y, del mejor modo que pude y sin olvidar que llevaba un niño al lado, les dije que no podía hacer eso. No se podía sacrificar a 52 personas por 5. Pero ellos seguían en sus trece. Así es que cogí el móvil, les dije que estaba llamando al 112 y que ya les explicaran la situación a la Guardia Civil. Mentar a las fuerzas del orden y venirse arriba el pasaje fue uno solo. Cuanto más jaleaban, más blancos se iban poniendo los pobres hombres que nos tenían que llevar a Barcelona. ¡Menuda revolución! Durante unos segundos nos retamos con la mirada hasta que el más mayor de los conductores dijo las palabras mágicas: “Ea… Pues nos vamos”. Algarabía máxima, aplausos, pitos… Parecía que hubiéramos ganado de nuevo el mundial de futbol. Solo nos faltaba una traca para celebrarlo. La misma que hubiéramos prendido 9 horas después cuando llegamos a la ciudad con casi dos de retraso entre aplausos, vítores y abrazos.


No tengo ni idea de qué pasó con los cinco despistados ni si han llegado a su destino. Lo único que sé es que hoy me duelen todos los huesos del cuerpo y que a la empresa de transportes hace dos horas que le ha caído la reclamación del pulpo. Eso sí… Tengo que agradecerles el maravilloso viaje a las vacaciones de la infancia. 

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